Muestra de poesía de José Antonio Banda (Coatzacoalcos, 1982). Maestro en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Guanajuato. Premio Nacional de Poesía ‘Bartolomé Delgado de León’, en el 2014 y Premio ‘Ramón Figuerola’, en el 2016. Becario del PECDA en el 2013, en la categoría Jóvenes Creadores. Autor de Cuaderno en ruinas (Plataforma, 2011), Teoría de la desolación (Azafrán y Cinabrio, 2012), El Pozo abierto (Cartonera La Cecilia, 2014; Quemar las naves, 2016) y Río interior (Ediciones Atrasalante / ISC, 2016). Aparece en El fragor de otras voces. Diez poetas jóvenes guanajuatenses (UNAM, 2018), número especial de la revista Punto de Partida; y en Las avenidas del cielo. Muestrario poético de Aguascalientes y Guanajuato (UAA/UG, 2018). Asimismo, aparece con un trabajo crítico en el libro “Erradumbre”, como ganador en el Certamen de Ensayo ‘Luis Alberto Arellano’, convocado por Mantis Editores, con motivo del XXV aniversario de la editorial jalisciense.
Casa paterna
Enero iluminaba la ciudad
Un sueño maduraba en nuestras vidas
cuando mi padre reforzó aquellos muros
que protegían el horizonte.
Con manos dolorosas, mi padre
tomó sus bienes más preciados:
la cama, los floreros, una silla,
el comedor donde usualmente departíamos
entre duras conversaciones;
y todo lo guardó en su memoria
como quien de pronto oculta cicatrices.
Arribando de muy lejos,
las sombras tapiaron las ventanas,
despegaron los muebles de los muros,
las huellas que dejamos
para encontrarnos siempre
en caso de perdernos en el tiempo.
Mientras mi padre, fuerte aún, escalaba
los peldaños últimos del sueño,
la casa se vaciaba de nosotros.
En el cuidado de sus manos
jamás llegamos a tocar la incertidumbre.
Pero la vida, un filo de navajas,
era, en casa de mi padre,
un río que atardecía
navegando por el mundo
hacia su propio fin.
Alma máter
No hay memoria de lo que sucedió antes.
Eclesiastés 1:11
Era el verano del año dos mil,
ya entrado agosto,
cuando llegué a un sitio
de forajidos y ladrones;
a ese lugar ahora dominado
por animales que rumian en la hierba
de bajos vuelos eruditos;
que únicamente conservan su empuje
para atacarnos
en el instante del silencio.
Se podría decir que entonces
era temprano
para mirar de frente al alba.
A veces recuerdo
ciertos detalles púdicos
de esa universidad de artes y oficios
propios de hombres tuertos,
entronados de pronto como reyes
de alguna tierra yerma y provinciana,
y aquel presente
pesa demasiado en mi cuerpo.
Se podría decir
que el lenguaje de ese lugar
no era el adecuado
para ciertas especies en peligro:
los árboles en piedra,
los frutos de salvaje aroma,
o una ardilla gozando sus pasiones
bajo la mirada de un sol delirante.
Primavera en Atocha
Esta lluvia que bate los cristales
es la misma de ayer.
Manuel Ulacia
Esa ocasión volvíamos de noche
bajo el abrigo de los plátanos.
Predominaba en el ambiente
la cálida sonrisa de los jóvenes
cuando se arrojan al mar…
Caminábamos con el grito,
como hacen en primavera los mirlos negros,
mirando un claro porvenir
que ahora apenas reconozco.
A veces
imagino esa noche en otras noches,
a la luz de una lámpara todavía encendida,
y algo de aquel oscuro territorio,
lejano en apariencia,
regresa con su fiel aroma
o su profundo conocimiento
de vivir una vida nueva.
Algo tenía entre manos el alba.
Volvíamos por la calle de Atocha,
alegres y despreocupados,
la voz y la mirada en alto,
hacia la oscuridad nocturna.
Francisco leía sus poemas.
Luis Luna asentía en silencio.
No conocíamos la edad en crisis.
En ese entonces no habitaba
entre nosotros la amargura,
y el tiempo no luchaba contra el tiempo.
Por supuesto, la soledad o el abandono,
ese hábito de lejanía,
eran nuestro alimento, nuestro único sostén,
mientras duraban esos años.
Queríamos revolver el lenguaje,
establecer nuestras doctrinas.
El mundo parecía limpio a nuestros ojos.
Pero ahora, cuando la lluvia cae
restregando su lomo en los cristales,
cuando la lluvia asoma sus labios
lamiendo los quebrados muros,
medito en las imágenes del tiempo
y se rebelan las palabras
al dictado que el lápiz enuncia,
otra vez bajo el abrigo de los plátanos.
No sé si la distancia,
mirada que dibuja nombres en el aire,
habrá distorsionado estos recuerdos
manchando sus antiguos muros
de grata ingenuidad.
Pero puede ser que el viento,
o aquella noche,
la misma figura de los árboles,
sean ficciones a las que recurro
sólo para entender algo presente.